La depresión se parece mucho a un laberinto. Es más sencillo entrar que salir. Una vez dentro te sientes sola, perdida, desorientada y llena de dudas. Intentas encontrar la salida, volver hacia atrás o probar por otra dirección y cada vez, sin darte cuenta, acabas más y más dentro del laberinto.
Cuando estás sola, transitando por tus propios caminos, a veces paras y te preguntas a ti misma: “¿Qué dirección será la correcta?” “¿Cómo salgo de aquí?”. Reflexionas sobre ello con esa amarga sensación de familiaridad que te dice que ya has tenido esa conversación antes sin mucho éxito.
En el silencio de las calles de hierba y tierra escuchas ruidos que te aterran. No sabes distinguir si es tu propia voz o, por el contrario, es el ruido del Minotauro que te persigue dentro de aquellas estrechas y angustiosas sendas.
El Minotauro
Solamente pensar en él te paraliza, aunque en el fondo te alivia creer que puede haber algo, aunque sea un monstruo, que acabe con tu sufrimiento. A veces fantaseas con la imagen de mirarlo a la cara y dejar que te consuma lentamente, sin resistencia. Otras estas a punto de echar a correr hacia él.
Los días en los que sientes que el Minotauro no puede atraparte continúas intentando avanzar. No te resulta fácil, sigues perdida sin saber por dónde ir. En los mejores días caminas por tu laberinto con una extraña mezcla de tristeza e inquietud. En tus peores días caminas sintiéndote una sombra vacía.
“Pero al Minotauro había que alimentarle y, cada nueve años, para honrarle, Atenas enviaba a Creta siente doncellas y siente jóvenes guerreros que el monstruo devoraba.”

El ovillo
“Adriana impulsada por el amor, le pide a Dédalo, el constructor del laberinto, que la ayude. Dédalo le da un ovillo que, a su vez, la joven entrega a Teseo con la instrucción de que, una vez en el interior del laberinto, atase un extremo del hilo a la entrada y así, según el grupo fuera avanzando, el joven iría desenrollando la madeja para que una vez en el centro del laberinto fuera posible reconocer el camino de vuelta a casa.”
Uno de esos días en los rallos de sol se cuelan entre las nubes y su brillo te calienta de forma tenue, te acuerdas de que quizás haya una forma de salir de ahí. Buscas en tus bolsillos del pantalón y, entre pañuelos gastados y mojados, lo acabas encontrando: el ovillo.
Aquel trozo de lana gris que parecía insignificante pero que en ese momento podría suponer tu salvación del laberinto de la depresión. Siempre había estado ahí oculto tras las telas pero, por una razón o por otra, no te habías acordabas de él hasta ahora.
Lo miras detenidamente, quizás antes lo habías visto pero solo en este preciso momento eres capaz de contemplarlo con atención. Parece algo gastado, grande en comparación con tus manos, pequeño en comparación con la extensión del laberinto. Perfectamente redondo si no fuera por el trozo de lana que sale de él. Sigues con la mirada el rastro que ha formado en el suelo y decides ir dando pequeños pasos en esa dirección.

La senda para salir de la depresión
Caminas, paso a paso vas siguiendo esa parte del ovillo que promete guiarte hasta la puerta final del laberinto. Cada metro que avanzas se escucha más lejano el sonido del Minotauro y eso te da esperanzas.
Con el ritmo de la marcha vas notando de nuevo aquellas sensaciones de tu cuerpo que creías perdidas. No es cómo antes, ahora tus músculos están aletargados, doloridos y los sientes extraños. Cómo si esa masa de carne que te mueve y te transporta no fuese la tuya.
Y de repente empiezan a despertarse el resto de sus sentidos. Hacía tiempo que no escuchabas piar a los pájaros. No recordabas el olor de las plantas que te rodean “¡es tan agradable volver a oler algo vivo!” “¿Habrán estado siempre aquí?“, te preguntas.
“No sé cuándo o cómo saldré de aquí, pero empiezo a creer que existe la manera de hacerlo“, sentencias en voz alta.