¿Alguna vez has escuchado o dicho alguna de las siguientes frases?: “¡Sonríe, que es gratis!”, “No estés nerviosa, tranquilízate un poco”, “¿Para que te enfadas? ni que fuese a solucionar algo así”, “Si estas mal porque quieres”, “No seas tan negativa”
Estas y otras frases que repetimos sobre las emociones las podemos meter en el cajón de “consejos de mierda que nos dijeron o dijimos alguna vez con muy buena intención pero que nunca sirvieron para nada”.
Sin ser conscientes del trasfondo de estos mensajes los solemos repetir cómo si tuvieran el poder de cambiar algo. Como si fuésemos humanos con botones emocionales que podemos tocar a nuestro antojo y decidir cómo sentirnos en cada momento.
Ni botones, ni recetas mágicas
No existen las recetas mágicas para sentirse bien, no hay botones emocionales para controlar cómo nos sentimos y quien te diga lo contrario, miente como un bellaco (como dice la expresión).
Cuando una persona se siente triste, ansiosa o experimenta mucho dolor emocional es comprensible que quiera deshacerse de esa sensación cuanto antes. A nadie le gusta sufrir, sobre todo si ese sufrimiento conlleva emociones fuertes como la ira, el vacío, la soledad o la infelicidad.

Sin embargo, las emociones no funcionan a voluntad. No podemos controlar qué sentimos o cómo lo sentimos. Tampoco podemos provocar emociones positivas solamente por pensar en positivo, ni podemos eliminar emociones negativas intentando no pensar en ellas. ¡Y muchísimo menos podemos controlar lo que va a pasar solamente con pensarlo o desearlo!
Nunca nos plantearíamos esto con otras funciones corporales. Nadie intenta provocarse hambre cuando no lo tiene o se fustiga a sí mismo por estar lleno cuando ha comido mucho. Sería inimaginable pensar en alguien luchando internamente contra sí mismo por querer tener sed cuando no la tiene.
Aceptamos que el hambre, la sed o las ganas de ir al baño son las que son, sin intentar cambiarlas. Podemos cambiar nuestra forma de comer, por ejemplo, introduciendo alimentos más saciantes para intentar modular el hambre, pero no intentaremos cambiar la propia hambre.
¿Actuamos de la misma manera con nuestras emociones? ¿Estamos pidiéndole peras al olmo y frustrándonos porque no conseguimos que nos de “olmadas” (o aquello que los olmos den, samaras, según me dice San Google)”?